Las dos mujeres pintoras que podrían cambiar nuestra visión del arte

En Historia de dos pintoras se reúne, en efecto, la obra de dos artistas del Renacimiento, la cremonesa Sofonisba Anguissola (1535-1625) y la boloñesa Lavinia Fontana (1552-1614), separadas no solo por casi 20 años, sino también por una clara disparidad de estilos. Aquí la pregunta prácticamente se plantea sola: ¿no tienen ellas la suficiente importancia para merecer sendas exposiciones individuales, o es que el mero hecho de ser mujeres ya justifica el combinado? Es una pregunta que además invoca otra de alcance más amplio, que es por qué en el arte las mujeres no han alcanzado un estatus similar al de los hombres. Dónde han estado todo este tiempo la Miguel Ángel, la Tiziano, la Velázquez femenina.

De las dificultades que las mujeres artistas han tenido a lo largo de la historia para ser reconocidas ya se ha escrito mucho y muy bien. Y siempre hay que remitirse a estos textos. Hace un par de años, un artículo que Linda Nochlin escribió en 1971 y que es de sobra conocido por los historiadores de arte, ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?, se convirtió en mini-hype cuando la prensa de moda se la descubrió al resto del mundo gracias a una camiseta paseada en un desfile de Dior (pues sí, ese es un poco el panorama). Por su parte, Germaine Greer publicó en 1979 un libro impagable llamado La carrera de obstáculos, donde estas trabas se analizan de manera tan pormenorizada y sistemática que al cerrarlo lo que uno se pregunta es cómo a pesar de todo ha sido posible la existencia de mujer artista alguna hasta bien entrado el siglo XX.

Aparte de al talento y la perseverancia, este milagro hay que atribuírselo, como casi siempre, a la presencia de un privilegio.

Porque hay un condicionante importantísimo que sí une a Anguissola y Fontana, y es un origen privilegiado. En el siglo XVI, y aún bastante más tarde, las únicas mujeres que tenían alguna posibilidad remota de formarse como artistas eran las nobles (era el caso de Sofonisba) o las hijas de pintores (ahí estaba Lavinia). Y las dos fueron pioneras, cada una en su vía correspondiente: Anguissola padre llevó un poco más allá la costumbre de proporcionar nociones artísticas a las jóvenes de alta alcurnia enviando a sus hijas a estudiar durante varios años con un pintor prestigioso como Bernardino Campi, mientras que Fontana fue la primera en tener su propio taller (su marido trabajaba para ella) y ser reconocida por tanto como pintora profesional.

En general, para una chica bien de la época la única alternativa posible a la vida familiar (es decir, al matrimonio y la maternidad) era el convento. De esto tenemos un recordatorio en la exposición del Prado, gracias al retrato que Sofonisba pintó de una de sus hermanas vestida con su hábito de monja. Pero esa no es la única pieza de la exposición que nos dice mucho más del mundo de entonces –también del de ahora- de lo que ninguna cartela podrá expresar. Me gustaría destacar tres de ellas.

Está, en primer lugar, el autorretrato de Sofonisba Anguissola ante un caballete, pintando una Virgen con niño. No era entonces raro que los artistas se retrataran a sí mismos en plena faena como medio para reivindicar su propia autoría y relevancia profesional. Pero si en este caso ponemos el cuadro en relación con otro en el que la misma Anguissola vuelve a retratarse, esta vez tocando un instrumento musical, nos damos cuenta de que su estrategia es otra muy distinta. Con ambas obras, Sofonisba estaba diluyendo su propio estatus como creadora para presentarse más bien como una joven dama con formación y sensibilidad artística. Y esto no es raro, porque por aquel entonces la mera idea de equipararse a un pintor profesional habría resultado en una mujer una pretensión anómala y amenazante.

De Lavinia Fontana, por su parte, hay dos cuadros que destacan como si alguien nos gritara tras ellos. Uno es una alucinante Judit sosteniendo la cabeza de Holofernes -que por su extraña cualidad plana más bien parece una máscara que la (super)heroína judía acaba de arrancar al general asirio- y que nos hace fantasear con un desenmascaramiento del patriarcado, que se debate por detrás, en la oscuridad, como pollo descabezado. Ni siquiera Artemisia Gentileschi (de Caravaggio ni hablamos) consiguió una imagen tan sugestiva a partir de la historia bíblica. La otra gran obra de la muestra firmada por Fontana se llama Retrato de recién nacido en la cuna, y en él un bebé (más bien una bebé, a juzgar por el collar de perlas que rodea su cuello sin que por lo visto sus padres teman a la asfixia nocturna) nos observa desde una cuna imposiblemente lujosa, que hace pensar en el monumento mortuorio de un Papa. Fuera del niño Jesús en distintos episodios del Nuevo Testamento, las imágenes de bebés no estaban en la agenda de los artistas del Renacimiento, por lo que este encuentro nos resulta sorprendente. A menudo se ha destacado que este tipo de temas han sido casi durante mucho tiempo ámbito exclusivo de las mujeres artistas, con casos como La cuna, obra de la impresionista Berthe Morisot realizada tres siglos más tarde. Y parece sensato pensar que si la sociedad reservaba la crianza de los niños en exclusiva a las mujeres, ellas estuvieran más interesadas en pintarlos que sus congéneres masculinos.

Pero incluso aquí quien tenga ojos para ver y cerebro para pensar encontrará el tópico pisoteado por los suelos en la exposición del Prado: cuando en 1592 Sofonisba pinta una Sagrada Familia, excusa iconográfica ideal para incluir en la composición un encantador bebote, resulta que prefiere plantar en su lugar un muchachito bien crecido.

Pero hablábamos de lo que separa y lo que une a las dos pintoras, y en ese capítulo hay que citar un factor que hace con ellas las dos cosas al mismo tiempo. La cuestión de las atribuciones de obra las une porque ambas se ven perjudicadas por ella. Y las separa porque opera en direcciones opuestas. A Anguissola se la suele definir como “poco prolífica”, pero si damos un giro al asunto resulta extraño que en los casi catorce años que pasó en la corte de Felipe II tuviera una producción tan magra como la oficialmente reconocida. Las atribuciones y reatribuciones de ida y vuelta entre ella y otros pintores del entorno cortesano como Sánchez Coello o Pantoja de la Cruz son habituales, y en ese juego Anguissola suele salir perdiendo. Es cierto que ella fue reclamada en España ante todo como dama de compañía de la reina Isabel de Valois, pero esta murió en 1568 y el resto de las damas fueron de inmediato enviadas de vuelta con sus familias. Para que solo Anguissola se quedara a cargo de las infantas hasta su matrimonio en 1573, podría pensarse que algo más pintaba (guiño, codazo) ella en la corte. En cuanto a Fontana, su prolífica e irregular producción podría explicarse en gran parte por la alegría con la que se le ha atribuido obra ajena: casi siempre la de peor calidad, como sugiere en su ensayo Germaine Greer. También podemos hablar de que el modo de pintar de Fontana muy a menudo no se corresponde con el canon, pero al fin y al cabo ese canon resulta mucho más elástico cuando debe medirse ante la labor de los hombres (ahí tenemos el caso del muy poco canónico El Greco).

Es con nombres masculinos como se ha forjado el canon artístico del Renacimiento y el Barroco. Y ese canon heredado determina en gran medida nuestra mirada y nuestras expectativas al enfrentarnos a una obra de arte. Pero, ¿y si el canon fuera otro? ¿Si se hubiera construido también a partir de artistas mujeres en lugar de hombres, cómo valoraríamos el arte de ese tiempo? Recordemos los nombres de algunas de ellas: Plautilla Nelli, Catharina Van Hemessen, Fede Galizia, Clara Peeters, Artemisia Gentileschi, Judith Leyster, Elisabetta Sirani, Mary Beale, Luisa Roldán, Rachel Ruysch

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